jueves, 6 de septiembre de 2012

Hna. Celia dos Santos conoció Madre Belén


En los once años que tuve la suerte de tenerla como Superiora puedo asegurar que siempre la ví coherente con su vocación de Esclava. Las que trabajamos con ella en Dianópolis sabemos cómo vivió intensamente entregada a las almas, en aquellos sertones del nordeste goiano, Misionera, con grande amor a las almas, que le hacía pasar por encima de toda clase de sacrificios , superar obstáculos, vencer situaciones repugnantes a la naturaleza con  el entusiasmo propio de quien está llena del amor de Dios.

No había obstáculo para ella cuando se trataba de hacer el bien. Sus ansias de salvación de los hermanos le llevaron a situaciones bien difíciles y muchas veces incomprensibles para aquellos que no entendían del celo apostólico. Niños, jóvenes, adultos y ancianos, cuanto más pobres y sufrientes, cuanto más repugnantes en apariencia, más dignos eran de su amor.

Tractores, camiones, carros de bueyes, “jeeps”, frágiles embarcaciones fluviales, de todo se servía para llegar hasta donde se hacía necesaria su presencia misionera. Cada una de aquellos viajes misioneros era un riesgo.  Y para ella, un continuo renovar su confianza en Dios. Porque tenía miedo; todas lo sabíamos, y eran horas y horas atravesando el “mato” sin ver alma viva. Normalmente la sed era nuestra compañera inseparable.

Nunca la vi quejarse de las incomodidades  que se pasaban en aquellos viajes y estancias en  carentes hasta de lo más imprescindible. Ella aceptaba todo con aquella bondad y amor que nos contagiaba a todas.  Cuantas veces a la vuelta de esas caminatas, cubiertas de polvo y suciedad, nos hacía olvidar todo para pensar que fuimos instrumentos de Dios para con aquellas pobres criaturas.

Su caridad era sin límites. M. Belén amó con el corazón de Cristo. Y por eso sabía perdonar con aquella capacidad de perdón propia de las almas muy amantes del Maestro.

Su capacidad de perdón, su bondad, siempre serena incluso cuando era seriamente ofendida, sólo era comprensible porque era una persona de mucha oración, intensamente eucarística, de fe profunda. En una palabra, M. Belén procuraba vivir seriamente el Evangelio. Fue un alma enamorada de Dios.

Por esto, nunca nos extrañó saber de conversiones innumerables que se daban a su paso por aquellas tierras, movidos por sus consejos y oraciones. Y nunca más se olvidaron de “aquella santa” como cariñosamente la llamaban.

Hna. Celia dos Santos, ADC.

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